NOVELA DE LA SEÑORA CORNELIA
Don Antonio de Isunza y don Juan de Gamboa, caballeros principales de una edad, muy discretos y grandes amigos, siendo estudiantes en Salamanca, determinaron de dejar sus estudios por irse a Flandes, llevados del hervor de la sangre moza y del deseo, como decirse suele, de ver mundo, y por parecerles que el ejercicio de las armas, aunque arma y dice bien a todos, principalmente asienta y dice mejor en los bien nacidos y de illustre sangre.
No hay para qué dijo don Juan, que yo os aguardaré, y si no saliéremos esta noche, importa poco.
No, por vida vuestra replicó don Antonio, salid a coger el aire, que yo seré luego con vos, si es que vais por donde solemos ir.
Haced vuestro gusto dijo don Juan, quedaos en buen hora, y si, saliéredes, las mismas estaciones andaré esta noche que las pasadas.
Fuese don Juan y quedose don Antonio.
¿Sois por ventura Fabio?
Don Juan, por sí o por no, respondió:
Sí.
Pues tomad respondieron de dentro, y ponedlo en cobro y volved luego, que importa.
Alargó la mano don Juan y topó un bulto, y queriéndolo tomar, vio que eran menester las dos manos, y así le hubo de asir con entrambas; y apenas se le dejaron en ellas, cuando le cerraron la puerta, y él se halló cargado en la calle y sin saber de qué.
Menester es dijo don Juan dar de mamar a este niño, y ha de ser de esta manera: que vos, ama, le habéis de quitar estas ricas mantillas y ponerle otras más humildes, y sin decir que yo le he traído, la habéis de llevar en casa de una partera, que las tales siempre suelen dar recado y remedio a semejantes necesidades; llevaréis dineros con que la dejéis satisfecha y dareisle los padres que quisiéredes, para encubrir la verdad de haberlo yo traído.
Respondió el ama que así lo haría, y don Juan, con la priesa que pudo, volvió a ver si le ceceaban otra vez; pero un poco antes que llegase a la casa adonde le habían llamado, oyó gran ruido de espadas, como de mucha gente que se acuchillaba.
Estuvo atento y no sintió palabra alguna; la herrería era a la sorda, y a la luz de las centellas que las piedras heridas de las espadas levantaban, casi pudo ver que eran muchos los que a uno solo acometían, y confirmose en esta verdad oyendo decir:
¡Ah traidores, que sois muchos, y yo solo! Pero con todo eso no os ha de valer vuestra superchería.
Oyendo y viendo lo cual don Juan, llevado de su valeroso corazón, en dos brincos se puso al lado, y metiendo mano a la espada y a un broquel que llevaba, dijo al que defendía en lengua italiana por no ser conocido por español:
No temáis, que socorro os ha venido, que no os faltará hasta perder la vida; menead los puños, que traidores pueden poco, aunque sean muchos.
A estas razones respondió uno de los contrarios:
Mientes, que aquí no hay ningún traidor, que el querer cobrar la honra perdida, a toda demasía da licencia.
No le habló más palabras, porque no les daba lugar a ello la priesa que se daban a herirse los enemigos, que al parecer de don Juan debían de ser seis.
Señor caballero, quienquiera que seáis, yo confieso que os debo la vida que tengo, la cual, con lo que valgo y puedo, gastaré a vuestro servicio; hacedme merced de decirme quién sois y vuestro nombre, para que yo sepa a quién tengo de mostrarme agradecido.
A lo cual respondió don Juan:
No quiero ser descortés, ya que soy desinteresado.
Mucha merced me habéis hecho respondió el caído; pero yo, señor don Juan de Gamboa, no quiero deciros quién soy, ni mi nombre, porque he de gustar mucho de que lo sepáis de otro que de mí, y yo tendré cuidado de que os hagan sabidor de ello.
Habíale preguntado primero don Juan si estaba herido, porque le había visto dar dos grandes estocadas, y habíale respondido que un famoso peto que traía puesto, después de Dios, le había defendido; pero que con todo eso, sus enemigos le acabaran si él no se hallara a su lado.
En esto, vieron venir hacia ellos un bulto de gente, y don Juan dijo:
Si estos son los enemigos que vuelven, apercebíos, señor, y haced como quien sois.
A lo que yo creo, no son enemigos, sino amigos los que aquí vienen.
Y así fue la verdad, porque los que llegaron, que fueron ocho hombres, rodearon al caído y hablaron con él pocas palabras, pero tan calladas y secretas que don Juan no las pudo oír.
Volvió luego el defendido a don Juan y díjole:
A no haber venido estos amigos, en ninguna manera, señor don Juan, os dejara hasta que acabárades de ponerme en salvo; pero ahora os suplico con todo encarecimiento que os vais y me dejéis, que me importa.
Hablando esto, se tentó la cabeza y vio que estaba sin sombrero, y volviéndose a los que habían venido, pidió que le diesen un sombrero, que se le había caído el suyo.
Apenas lo hubo dicho, cuando don Juan le puso el que había hallado en la cabeza.
Este sombrero no es mío; por vida del señor don Juan, que se le lleve por trofeo de esta refriega; y guárdele, que creo que es conocido.
Diéronle otro sombrero al defendido, y don Juan, por cumplir lo que le había pedido, pasando otros algunos, aunque breves, comedimientos, le dejó sin saber quién era, y se vino a su casa, sin querer llegar a la puerta donde le habían dado la criatura, por parecerle que todo el barrio estaba despierto y alborotado con la pendencia.
Sucedió, pues, que volviéndose a su posada en la mitad del camino encontró con don Antonio de Isunza, su camarada; y, conociéndose, dijo don Antonio:
Volved conmigo, don Juan, hasta aquí arriba, y en el camino os contaré un estraño cuento que me ha sucedido, que no le habréis oído tal en toda vuestra vida.
Como esos cuentos os podré contar yo respondió don Juan; pero vamos donde queréis y contadme el vuestro.
Guio don Antonio, y dijo:
Habéis de saber que poco más de una hora después que salistes de casa salí a buscaros, y no treinta pasos de aquí vi venir, casi a encontrarme, un bulto negro de persona que venía muy aguijando; y llegándose cerca, conocí ser mujer en el hábito largo, la cual, con voz interrumpida de sollozos y de suspiros, me dijo:
¿Tenéis más que decir, don Antonio? preguntó don Juan.
¿Pues no os parece que he dicho harto? respondió don Antonio, pues he dicho que tengo debajo de llave y en mi aposento la mayor belleza que humanos ojos han visto.
El caso es estraño, sin duda dijo don Juan, pero oíd el mío.
Y luego le contó todo lo que le había sucedido, y cómo la criatura que le habían dado estaba en casa en poder de su ama, y la orden que le había dejado de mudarle las ricas mantillas en pobres y de llevarle adonde le criasen o a lo menos socorriesen la presente necesidad.
Y dijo más, que la pendencia que él venía a buscar ya era acabada y puesta en paz; que él se había hallado en ella; y que a lo que él imaginaba, todos los de la riña debían de ser gentes de prendas y de gran valor.
Quedaron entrambos admirados del suceso de cada uno y con priesa se volvieron a la posada por ver lo que había menester la encerrada.
En el camino dijo don Antonio a don Juan que él había prometido a aquella señora que no la dejaría ver de nadie, ni entraría en aquel aposento sino él solo, en tanto que ella no gustase de otra cosa.
No importa nada respondió don Juan, que no faltará orden para verla, que ya lo deseo en estremo, según me la habéis alabado de hermosa.
Llegaron en esto, y a la luz que sacó uno de tres pajes que tenían, alzó los ojos don Antonio al sombrero que don Juan traía, y viole resplandeciente de diamantes; quitósele, y vio que las luces salían de muchos que en un cintillo riquísimo traía.
Entrad, señor duque, entrad; ¿para qué me queréis dar con tanta escaseza el bien de vuestra vista?
A esto dijo don Antonio:
Aquí, señora, no hay ningún duque que se escuse de veros.
¿Cómo no? replicó ella, el que allí se asomó ahora es el duque de Ferrara, que mal le puede encubrir la riqueza de su sombrero.
En verdad, señora, que el sombrero que vistes no le trae ningún duque; y si queréis desengañaros con ver quién le trae, dadle licencia que entre.
Entre en hora buena dijo ella, aunque si no fuese el duque, mis desdichas serían mayores.
Todas estas razones había oído don Juan, y viendo que tenía licencia de entrar, con el sombrero en la mano entró en el aposento, y, así como se le puso delante y ella conoció no ser quien decía el del rico sombrero, con voz turbada y lengua presurosa, dijo:
¡Ay, desdichada de mí! Señor mío, decidme luego, sin tenerme más suspensa: ¿Conocéis el dueño de ese sombrero? ¿Dónde le dejastes o cómo vino a vuestro poder? ¿Es vivo por ventura, o son esas las nuevas que me envía de su muerte? ¡Ay, bien mío! ¿Qué sucesos son éstos? ¡Aquí veo tus prendas, aquí me veo sin ti encerrada y en poder que, a no saber que es de gentiles hombres españoles, el temor de perder mi honestidad me hubiera quitado la vida!
Sosegaos señora dijo don Juan, que ni el dueño de este sombrero es muerto, ni estáis en parte donde se os ha de hacer agravio alguno, sino serviros con cuanto las fuerzas nuestras alcanzaren, hasta poner las vidas por defenderos y ampararos, que no es bien que os salga vana la fe que tenéis de la bondad de los españoles; y pues nosotros lo somos, y principales, que aquí viene bien ésta que parece arrogancia, estad segura que se os guardará el decoro que vuestra presencia merece.
Así lo creo yo respondió ella; pero con todo eso, decidme, señor cómo vino a vuestro poder ese rico sombrero, o adónde está su dueño, que por lo menos es Alfonso de Este, duque de Ferrara.
Entonces don Juan, por no tenerla más suspensa, le contó cómo le había hallado en una pendencia, y en ella había favorecido y ayudado a un caballero que, por lo que ella decía, sin duda debía de ser el duque de Ferrara, y que en la pendencia había perdido el sombrero y hallado aquel; y que aquel caballero le había dicho que le guardase, que era conocido, y que la refriega se había concluido sin quedar herido el caballero ni él tampoco; y que, después de acabada, había llegado gente que al parecer debían de ser criados o amigos del que él pensaba ser el duque, el cual le había pedido le dejase y se viniese, mostrándose muy agradecido al favor que yo le había dado.
De manera, señora mía, que este rico sombrero vino a mi poder por la manera que os he dicho; y su dueño, si es el duque, como vos decís, no ha una hora que le dejé bueno, sano y salvo; sea esta verdad parte para vuestro consuelo, si es que le tendréis con saber del buen estado del duque.
Para que sepáis, señores, si tengo razón y causa para preguntar por él, estadme atentos y escuchad la, no sé si diga, mi desdichada historia.
Todo el tiempo en que esto pasó le entretuvo el ama en paladear al niño con miel y en mudarle las mantillas de ricas en pobres; y ya que lo tuvo todo aderezado, quiso llevarla en casa de una partera, como don Juan se lo dejó ordenado; y al pasar con ella por junto a la estancia donde estaba la que quería comenzar su historia, lloró la criatura de modo que lo sintió la señora, y levantándose en pie, púsose atentamente a escuchar, y oyó más distintamente el llanto de la criatura y dijo:
Señores míos, ¿qué criatura es aquella, que parece recién nacida?
Don Juan respondió:
Es un niño que esta noche nos han echado a la puerta de casa y va el ama a buscar quién le dé de mamar.
Tráiganmele aquí, por amor de Dios dijo la señora, que yo haré esa caridad a los hijos ajenos, pues no quiere el cielo que la haga con los propios.
Llamó don Juan al ama, y tomole el niño, y entrósele a la que le pedía, y púsosele en los brazos, diciendo:
Veis aquí, señora, el presente que nos han hecho esta noche, y no ha sido este el primero, que pocos meses se pasan que no hallamos a los quicios de nuestras puertas semejantes hallazgos.
Tomole ella en los brazos, y mirole atentamente, así el rostro, como los pobres, aunque limpios, paños en que venía envuelto, y luego, sin poder tener las lágrimas, se echó la toca de la cabeza encima de los pechos, para poder dar con honestidad de mamar a la criatura, y aplicándosela a ellos juntó su rostro con el suyo, y con la leche le sustentaba y con las lágrimas le bañaba el rostro; y de esta manera estuvo sin levantar el suyo tanto espacio cuanto el niño no quiso dejar el pecho.
En este espacio guardaban todos cuatro silencio: el niño mamaba, pero no era ansí porque las recién paridas no pueden dar el pecho y así, cayendo en la cuenta la que se lo daba, se le volvió a don Juan, diciendo:
En balde me he mostrado caritativa; bien parezco nueva en estos casos; haced, señor, que a este niño le paladeen con un poco de miel, y no consintáis que a estas horas le lleven por las calles. Dejad llegar el día, y antes que le lleven, vuélvanmele a traer, que me consuelo en verle.
Volvió el niño don Juan al ama, y ordenole le entretuviese hasta el día, y que le pusiese las ricas mantillas con que le había traído, y que no le llevase sin primero decírselo.
Y volviendo a entrar, y estando los tres solos, la hermosa dijo:
Si queréis que hable, dadme primero algo que coma, que me desmayo, y tengo bastante ocasión para ello.
Acudió prestamente don Antonio a un escritorio, y sacó de él muchas conservas, y de algunas comió la desmayada, y bebió un vidrio de agua fría, con que volvió en sí, y algo sosegada, dijo:
Sentaos, señores, y escuchadme.
Hiciéronlo ansí, y ella, recogiéndose encima del lecho y abrigándose bien con las faldas del vestido, dejó descolgar por las espaldas un velo que en la cabeza traía, dejando el rostro esento y descubierto, mostrando en él el mismo de la luna, o, por mejor decir, del mismo sol cuando más hermoso y más claro se muestra; llovíanle líquidas perlas de los ojos, y limpiábaselas con un lienzo blanquísimo y con unas manos tales, que entre ellas y el lienzo fuera de buen juicio el que supiera diferenciar la blancura.
Finalmente, después de haber dado muchos suspiros y después de haber procurado sosegar algún tanto el pecho, con voz algo doliente y turbada, dijo:
Yo, señores, soy aquella que muchas veces habréis sin duda alguna oído nombrar por ahí, porque la fama de mi belleza, tal cual ella es, pocas lenguas hay que no la publiquen.
Diciendo esto, se dejó caer del todo encima del lecho, y acudiendo los dos a ver si se desmayaba, vieron que no, sino que amargamente lloraba, y díjole don Juan:
Si hasta aquí, hermosa señora, yo y don Antonio, mi camarada, os teníamos compasión y lástima por ser mujer, ahora, que sabemos vuestra calidad, la lástima y compasión pasa a ser obligación precisa de serviros; cobrad ánimo y no desmayéis, y aunque no acostumbrada a semejantes casos, tanto más mostraréis quién sois cuanto más con paciencia supiéredes llevarlos; creed, señora, que imagino que estos tan estraños sucesos han de tener un felice fin, que no han de permitir los cielos que tanta belleza se goce mal y tan honestos pensamientos se mal logren.
Tal es la que tengo, que a cosas más dificultosas me obliga respondió ella, entre, señor, quien vos quisiéredes, que encaminada por vuestra parte no puedo dejar de tenerla muy buena en la que menester hubiere; pero con todo eso os suplico que no me vean más que vuestra criada.
Así será respondió don Antonio.
Y dejándola sola se salieron; y don Juan dijo al ama que entrase dentro y llevase la criatura con los ricos paños, si se los había puesto; el ama dijo que sí, y que ya estaba de la misma manera que él la había traído.
En viéndola Cornelia, le dijo:
Vengáis en buen hora, amiga mía, dadme esa criatura y llegadme aquí esa vela.
Hízolo así el ama, y tomando el niño Cornelia en sus brazos, se turbó toda, y le miró ahincadamente, y dijo al ama:
Decidme, señora, ¿este niño y el que me trajistes o me trujeron poco ha, es todo uno?
Sí señora respondió el ama.
¿Pues cómo trae tan trocadas las mantillas? replicó Cornelia, en verdad, amiga, que me parece o que éstas son otras mantillas, o que ésta no es la misma criatura.
Todo podía ser respondió el ama.
Pecadora de mí dijo Cornelia, ¿cómo todo podía ser? ¿Cómo es esto, ama mía, que el corazón me revienta en el pecho hasta saber este trueco? Decídmelo, amiga, por todo aquello que bien queréis, digo que me digáis de dónde habéis habido estas tan ricas mantillas, porque os hago saber que son mías, si la vista no me miente o la memoria no se acuerda.
Don Juan y don Antonio, que todas estas quejas escuchaban, no quisieron que más adelante pasase en ellas, ni permitieron que el engaño de las trocadas mantillas más la tuviese en pena, y así, entraron, y don Juan le dijo:
Esas mantillas y ese niño son cosa vuestra, señora Cornelia.
Y luego le contó punto por punto cómo él había sido la persona a quien su doncella había dado el niño, y de cómo le había traído a casa, con la orden que había dado al ama del trueco de las mantillas y la ocasión porque lo había hecho, aunque, después que le contó su parto, siempre tuvo por cierto que aquél era su hijo; y que si no se lo había dicho, había sido porque, tras el sobresalto del estar en duda de conocerle, sobreviniese la alegría de haberle conocido.
Allí fueron infinitas las lágrimas de alegría de Cornelia, infinitos los besos que dio a su hijo, infinitas las gracias que rindió a sus favorecedores, llamándolos ángeles humanos de su guarda y otros títulos que de su agradecimiento daban notoria muestra.
Dejáronla con el ama, encomendándola mirase por ella y la sirviese cuanto fuese posible, advirtiéndola en el término en que estaba para que acudiese a su remedio, pues ella, por ser mujer, sabía más de aquel menester que no ellos.
A la puerta está un caballero con dos criados que dice se llama Lorenzo Bentibolli, y busca a mi señor don Juan de Gamboa.
A este recado cerró Cornelia ambos puños y se los puso en la boca, y por entre ellos salió la voz baja y temerosa, y dijo:
¡Mi hermano, señores! ¡Mi hermano es ese! Sin duda debe de haber sabido que estoy aquí, y viene a quitarme la vida. ¡Socorro, señores, y amparo!
Sosegaos, señora le dijo don Antonio, que en parte estáis y en poder de quien no os dejará hacer el menor agravio del mundo.
Don Juan, sin mudar semblante, bajó abajo, y luego don Antonio hizo traer dos pistoletes armados, y mandó a los pajes que tomasen sus espadas y estuviesen apercebidos.
El ama, viendo aquellas prevenciones, temblaba; Cornelia, temerosa de algún mal suceso, tremía; solos don Antonio y don Juan estaban en sí, y muy bien puestos en lo que habían de hacer.
En la puerta de la calle halló don Juan a don Lorenzo, el cual, en viendo a don Juan, le dijo:
Suplico a v. s. (que esta es la md de Italia), me haga merced de venirse conmigo a aquella iglesia que está allí frontero, que tengo un negocio que comunicar con v. s. en que me va la vida y la honra.
De muy buena gana respondió don Juan vamos, señor, donde quisiéredes.
Dicho esto, mano a mano se fueron a la iglesia, y sentándose en un escaño y en parte donde no pudiesen ser oídos, Lorenzo habló primero y dijo:
Yo, señor español, soy Lorenzo Bentibolli, si no de los más ricos, de los más principales de esta ciudad; ser esta verdad tan notoria servirá de disculpa del alabarme yo propio; quedé huérfano algunos años ha, y quedó en mi poder una mi hermana, tan hermosa, que, a no tocarme tanto quizá os la alabara de manera que me faltaran encarecimientos, por no poder ningunos corresponder del todo a su belleza.
No más, señor Lorenzo dijo a esta sazón don Juan, que hasta allí, sin interrumpirle palabra, le había estado escuchando, no más, que desde aquí me constituyo por vuestro defensor y consejero, y tomo a mi cargo la satisfación o venganza de vuestro agravio; y esto no sólo por ser español, sino por ser caballero y serlo vos tan principal como habéis dicho, y como yo sé y como todo el mundo sabe.
Levantose Lorenzo y abrazó apretadamente a don Juan; dijo:
A tan generoso pecho como el vuestro, señor don Juan, no es menester moverle con ponerle otro interés delante que el de la honra que ha de ganar en este hecho, la cual desde aquí os la doy si salimos felicemente de este caso, y, por añadidura os ofrezco cuanto tengo, puedo y valgo; la ida quiero que sea mañana, porque hoy pueda prevenir lo necesario para ella.
Bien me parece dijo don Juan, y dadme licencia, señor Lorenzo, que yo pueda dar cuenta de este hecho a un caballero camarada mía, de cuyo valor y silencio os podéis prometer harto más que del mío.
Pues vos, señor don Juan, según decís, habéis tomado mi honra a vuestro cargo, disponed de ella como quisiéredes, y decid de ella lo que quisiéredes y a quien quisiéredes, cuanto más que camarada vuestra, ¿quién puede ser que muy bueno no sea?
Con esto, se abrazaron y despidieron, quedando que otro día por la mañana le enviaría a llamar para que fuera de la ciudad se pusiesen a caballo y siguiesen disfrazados su jornada.
¡Válame Dios! dijo Cornelia ¡Grande es, señor, vuestra cortesía y grande vuestra confianza! ¿Cómo, y tan presto, os habéis arrojado a emprender una hazaña llena de inconvenientes? ¿Y qué sabéis vos, señor, si os lleva mi hermano a Ferrara o a otra parte?
Mucho discurrís y mucho teméis, señora Cornelia dijo don Juan, pero dad lugar entre tantos miedos a la esperanza, y fiad en Dios, en mi industria y buen deseo, que habéis de ver con toda felicidad cumplido el vuestro; la ida de Ferrara no se escusa, ni el dejar de ayudar yo a vuestro hermano, tampoco.
Si así os da el cielo, señor don Juan respondió Cornelia, poder para remediar, como gracia para consolar en medio de estos mis trabajos, me cuento por bien afortunada; ya querría veros ir y volver, por más que el temor me aflija en vuestra ausencia, o la esperanza me suspenda.
Don Antonio aprobó la determinación de don Juan y le alabó la buena correspondencia que en él había hallado la confianza de Lorenzo Bentibolli.
Eso no dijo don Juan así porque no será bien que la señora Cornelia quede sola, como porque no piense el señor Lorenzo que me quiero valer de esfuerzos ajenos.
El mío es el vuestro mismo replicó don Antonio; y así, aunque sea desconocido y desde lejos, os tengo de seguir, que la señora Cornelia sé que gustará de ello, y no queda tan sola que le falte quien la sirva, la guarde y acompañe.
A lo cual Cornelia dijo:
Gran consuelo será para mí, señores, si sé que vais juntos, o a lo menos de modo que os favorezcáis el uno al otro si el caso lo pidiere; y pues al que vais a mí se me semeja ser de peligro, hacedme merced, señores, de llevar estas reliquias con vosotros.
Y, diciendo esto, sacó del seno una cruz de diamantes de inestimable valor y un agnus de oro tan rico como la cruz.
¡Ay señora de mi alma! ¿Y todas esas cosas han pasado por vos y estaisos aquí descuidada y a pierna tendida? O no tenéis alma, o tenéisla tan desmazalada que no siente. ¿Cómo, y pensáis vos por ventura que vuestro hermano va a Ferrara? No lo penséis, sino pensad y creed que ha querido llevar a mis amos de aquí y ausentarlos de esta casa para volver a ella y quitaros la vida, que lo podrá hacer como quien bebe un jarro de agua.
Pasmada, atónita y confusa estaba Cornelia, oyendo las razones del ama, que las decía con tanto ahínco y con tantas muestras de temor, que le pareció ser todo verdad lo que le decía, y quizá estaban muertos don Juan y don Antonio, y que su hermano entraba por aquellas puertas y la cosía a puñaladas.
¿Y qué consejo me daríades vos, amiga, que fuese saludable y que previniese la sobrestante desventura?
¡Y cómo que le daré! Tal y tan bueno que no pueda mejorarse dijo el ama.
En efeto, tantas y tales razones le dijo, que la pobre Cornelia se dispuso a seguir su parecer; y así, en menos de cuatro horas, disponiéndolo el ama y consintiéndolo ella, se vieron dentro de una carroza las dos y la ama del niño, y sin ser sentidas de los pajes, se pusieron en camino para la aldea del cura; y todo esto se hizo a persuasión del ama y con sus dineros, porque había poco que la habían pagado sus señores un año de su sueldo, y así no fue menester empeñar una joya que Cornelia le daba.
Y como habían oído decir a don Juan que él y su hermano no habían de seguir el camino derecho de Ferrara, sino por sendas apartadas, quisieron ellas seguir el derecho, y poco a poco, por no encontrarse con ellos; y el dueño de la carroza se acomodó al paso de la voluntad de ellas porque le pagaron al gusto de la suya.
Dejémoslas ir, que ellas van tan atrevidas como bien encaminadas, y sepamos qué les sucedió a don Juan de Gamboa y al señor Lorenzo Bentibolli, de los cuales se dice que en el camino supieron que el duque no estaba en Ferrara, sino en Bolonia, y así, dejando el rodeo que llevaban, se vinieron al camino real, o a la estrada maestra, como allá se dice, considerando que aquella había de traer el duque cuando de Bolonia volviese.
No creo que me engañaré en nada, señor caballero, si os llamo don Juan de Gamboa, que vuestra gallarda disposición y el adorno de ese capelo me lo están diciendo.
Así es la verdad respondió don Juan, porque jamás supe ni quise encubrir mi nombre; pero decidme, señor, quién sois, porque yo no caiga en alguna descortesía.
Eso será imposible respondió el duque, que para mí tengo que no podéis ser descortés en ningún caso; con todo eso os digo, señor don Juan, que yo soy el duque de Ferrara, y el que está obligado a serviros todos los días de su vida, pues no ha cuatro noches que vos se la distes.
No acabó de decir esto el duque cuando don Juan, con estraña ligereza, saltó del caballo y acudió a besar los pies del duque; pero, por presto que llegó, ya el duque estaba fuera de la silla, de modo que le acabó de apear en brazos don Juan.
El señor Lorenzo, que desde algo lejos miraba estas ceremonias, no pensando que lo eran de cortesía, sino de cólera, arremetió su caballo; pero en la mitad del repelón le detuvo, porque vio abrazados muy estrechamente al duque y a don Juan, que ya había conocido al duque; el duque, por cima de los hombros de don Juan, miró a Lorenzo y conociole, de cuyo conocimiento algún tanto se sobresaltó, y así como estaba abrazado preguntó a don Juan si Lorenzo Bentibolli, que allí estaba, venía con él o no.
A lo cual don Juan respondió:
Apartémonos algo de aquí y contarele a v. excelencia grandes cosas.
Hízolo así el duque y don Juan le dijo:
Señor, Lorenzo Bentibolli, que allí veis, tiene una queja de vos no pequeña: dice que habrá cuatro noches que le sacastes a su hermana, la señora Cornelia, de casa de una prima suya, y que la habéis engañado y deshonrado, y quiere saber de vos qué satisfación le pensáis hacer, para que él vea lo que le conviene.
¡Ay amigo respondió el duque, es tan verdad que no me atrevería a negarla aunque quisiese! Yo no he engañado ni sacado a Cornelia, aunque sé que falta de la casa que dice; no la he engañado, porque la tengo por mi esposa; no la he sacado, porque no sé de ella; si públicamente no celebré mis desposorios, fue porque aguardaba que mi madre, que está ya en lo último, pasase de esta a mejor vida, que tiene deseo que sea mi esposa la señora Livia, hija del duque de Mantua, y por otros inconvenientes quizá más eficaces que los dichos, y no conviene que ahora se digan.
De modo, señor dijo don Juan, cuando Cornelia y vuestro hijo pareciesen, ¿no negaréis ser vuestra esposa y él vuestro hijo?
No por cierto, porque, aunque me precio de caballero, más me precio de cristiano, y más, que Cornelia es tal que merece ser señora de un reino.
Luego, ¿bien diréis dijo don Juan lo que a mí me habéis dicho a vuestro hermano el señor Lorenzo?
Antes me pesa respondió el duque de que tarde tanto en saberlo.
Al instante hizo don Juan de señas a Lorenzo que se apease y viniese donde ellos estaban, como lo hizo, bien ajeno de pensar la buena nueva que le esperaba.
Adelantose el duque a recebirle con los brazos abiertos, y la primera palabra que le dijo fue llamarle hermano.
Apenas supo Lorenzo responder a salutación tan amorosa ni a tan cortés recibimiento; y estando así suspenso, antes que hablase palabra, don Juan le dijo:
El duque, señor Lorenzo, confiesa la conversación secreta que ha tenido con vuestra hermana, la señora Cornelia.
A esto respondió el señor Lorenzo, arrojándose a los pies del duque, que porfiaba por levantarlo:
De vuestra cristiandad y grandeza, serenísimo señor y hermano mío, no podíamos mi hermana y yo esperar menor bien del que a entrambos nos hacéis; a ella, en igualarla con vos, y a mí, en ponerme en el número de vuestro.
Ya en esto se le arrasaban los ojos de lágrimas, y al duque lo mismo, enternecidos, el uno con la pérdida de su esposa, y el otro con el hallazgo de tan buen cuñado.
¿Por qué, señor don Juan, no acabáis de poner la alegría y el contento de estos señores en su punto, pidiendo las albricias del hallazgo de la señora Cornelia y de su hijo?
Si vos no llegárades, señor don Antonio, yo las pidiera; pero pedidlas vos, que yo seguro que os las den de muy buena gana.
Como el duque y Lorenzo oyeron tratar del hallazgo de Cornelia y de albricias, preguntaron qué era aquello.
¿Qué ha de ser respondió don Antonio sino que yo quiero hacer un personaje en esta trágica comedia, y ha de ser el que pide las albricias del hallazgo de la señora Cornelia y de su hijo, que quedan en mi casa?
Y luego les contó punto por punto todo lo que hasta aquí se ha dicho, de lo cual el duque y el señor Lorenzo recibieron tanto placer y gusto, que don Lorenzo se abrazó con don Juan y el duque con don Antonio.
Así es la verdad respondió don Juan; y vos, señora, cerrastes la puerta luego, y me dijistes que la pusiese en cobro y diese luego la vuelta.
Así es, señor respondió la doncella llorando.
Y el duque dijo:
Ya no son menester lágrimas aquí, sino júbilos y fiestas.
Y sin más decir, de común consentimiento, dieron la vuelta a Bolonia.
¿Qué mal queréis que no tenga? Pues Cornelia no parece, que, con el ama que le dejamos para su compañía, el mismo día que de aquí faltamos, faltó ella.
Poco le faltó al duque para espirar y a Lorenzo para desesperarse, oyendo tales nuevas.
En esto, se llegó un paje a don Antonio y al oído le dijo:
Señor, Santisteban, el paje del señor don Juan, desde el día que vuesas mercedes se fueron, tiene una mujer muy bonita encerrada en su aposento, y yo creo que se llama Cornelia, que así la he oído llamar.
Alborotose de nuevo don Antonio, y más quisiera que no hubiera parecido Cornelia, que sin duda pensó que era la que el paje tenía escondida, que no que la hallaran en tal lugar.
Llegose a la puerta y dijo con voz baja:
Abrid, señora Cornelia, y salid a recebir a vuestro hermano y al duque vuestro esposo, que vienen a buscaros.
Respondiéronle de dentro:
¿Hacen burla de mí? Pues en verdad que no soy tan fea ni tan desechada, que no podían buscarme duques y condes, y eso se merece la presona que trata con pajes.
Por las cuales palabra entendió don Antonio que no era Cornelia la que respondía.
El ausencia de vuesas mercedes y mi bellaquería, por mejor decir, me hizo traer una mujer estas tres noches a estar conmigo; suplico a vuesa merced, señor don Antonio de Isunza, así oiga buenas nuevas de España, que si no lo sabe mi señor don Juan de Gamboa que no se lo diga, que yo la echaré al momento.
Y ¿cómo se llama la tal mujer? preguntó don Antonio.
Llámase Cornelia respondió el paje.
El paje que había descubierto la celada, que no era muy amigo de Santisteban, ni se sabe si simplemente o con malicia, bajó donde estaban el duque, don Juan y Lorenzo, diciendo:
¡Tómame el paje, por Dios, que le han hecho gormar a la señora Cornelia; escondidita la tenía; a buen seguro que no quisiera él que hubieran venido los señores para alargar más, el gaudeamus tres o cuatro días más!
Oyó esto Lorenzo y preguntole:
¿Qué es lo que decís, gentilhombre? ¿Dónde está Cornelia?
Arriba respondió el paje.
Apenas oyó esto el duque, cuando como un rayo subió la escalera arriba a ver a Cornelia, que imaginó que había parecido, y dio luego con el aposento donde estaba don Antonio y, entrando, dijo:
¿Dónde está Cornelia, adónde está la vida de la vida mía?
Aquí está Cornelia respondió una mujer que estaba envuelta en una sábana de la cama y cubierto el rostro, y prosiguió diciendo:
¡Válamos Dios! ¿Es éste algún buey de hurto? ¿Es cosa nueva dormir una mujer con un paje, para hacer tantos milagrones?
Lorenzo, que estaba presente, con despecho y cólera tiró de un cabo de la sábana y descubrió una mujer moza y no de mal parecer, la cual, de vergüenza, se puso las manos delante del rostro y acudió a tomar sus vestidos, que le servían de almohada, porque la cama no la tenía, y en ellos vieron que debía de ser alguna pícara de las perdidas del mundo.
Preguntole el duque que si era verdad que se llamaba Cornelia; respondió que sí y que tenía muy honrados parientes en la ciudad, y que nadie dijese de esta agua no beberé.
Quedó tan corrido el duque, que casi estuvo por pensar si hacían los españoles burla de él; pero, por no dar lugar a tan mala sospecha, volvió las espaldas y, sin hablar palabra, siguiéndole Lorenzo, subieron en sus caballos y se fueron, dejando a don Juan y a don Antonio harto más corridos que ellos iban; y determinaron de hacer las diligencias posibles y aun imposibles en buscar a Cornelia, y satisfacer al duque de su verdad y buen deseo.
Yo vengo, padre mío, tristísimo, y no quiero hoy entrar en Ferrara, sino ser vuestro huésped; decid a los que vienen conmigo que pasen a Ferrara, y que sólo se quede Fabio.
Hízolo así el buen cura, y luego fue a dar orden como regalar y servir al duque, y con esta ocasión le pudo hablar Cornelia, la cual, tomándole de las manos, le dijo:
¡Ay, padre y señor mío! Y ¿qué es lo que quiere el duque?
A esto le respondió el cura:
El duque viene triste; hasta agora no me ha dicha la causa. Lo que se ha de hacer es que luego se aderece ese niño muy bien, y ponedle, señora, las joyas todas que tuviéredes, principalmente las que os hubiere dado el duque, y dejadme hacer, que yo espero en el cielo que hemos de tener hoy un buen día.
Abrazole Cornelia y besole la mano, y retirose a aderezar y componer el niño.
El cura salió a entretener al duque en tanto que se hacía hora de comer, y, en el discurso de su plática, preguntó el cura al duque si era posible saberse la causa de su melancolía, porque sin duda de una legua se echaba de ver que estaba triste.
Padre respondió el duque, claro está que las tristezas del corazón salen al rostro; en los ojos se lee la relación de lo que está en el alma, y lo que peor es, que por ahora no puedo comunicar mi tristeza con nadie.
Pues en verdad, señor respondió el cura, que si estuviérades para ver cosas de gusto, que os enseñara yo una que tengo para mí que os le causara y grande.
Simple sería respondió el duque aquel que, ofreciéndole el alivio de su mal, no quisiese recebirle.
Levantose el cura y fue donde estaba Cornelia, que ya tenía adornado a su hijo y puéstole las ricas joyas de la cruz y del agnus, con otras tres piezas preciosísimas, todas dadas del duque a Cornelia, y, tomando al niño entre sus brazos, salió adonde el duque estaba, y diciéndole que se levantase y se llegase a la claridad de una ventana, quitó al niño de sus brazos y le puso en los del duque, el cual, cuando miró y reconoció las joyas y vio que eran las mismas que él había dado a Cornelia, quedó atónito, y mirando ahincadamente al niño, le pareció que miraba su mismo retrato, y lleno de admiración preguntó al cura cúya era aquella criatura, que en su adorno y aderezo parecía hijo de algún príncipe.
No sé respondió el cura; sólo sé que habrá no sé cuántas noches que aquí me le trujo un caballero de Bolonia, y me encargó mirase por él y le criase, que era hijo de un valeroso padre y de una principal y hermosísima madre.
¿No la veríamos? preguntó el duque.
Sí, por cierto respondió el cura. Veníos, señor, conmigo, que si os suspende el adorno y la belleza de esa criatura, como creo que os ha suspendido, el mismo efeto entiendo que ha de hacer la vista de su ama.
Quísole tomar la criatura el cura al duque, pero él no la quiso dejar, antes la apretó en sus brazos y le dio muchos besos.
Adelantose el cura un poco, y dijo a Cornelia que saliese sin turbación alguna a recebir al duque.
¡Ay señor mío! ¿Si se ha espantado el duque de verme? ¿Si me tiene aborrecida? ¿Si le he parecido fea? ¿Si se le han olvidado las obligaciones que me tiene? ¿No me hablará siquiera una palabra? ¿Tanto le cansaba ya su hijo que así le arrojó de sus brazos?
A todo lo cual no respondía palabra el cura, admirado de la huida del duque, que así le pareció que fuese huida antes que otra cosa; y no fue sino que salió a llamar a Fabio y decirle:
Corre, Fabio amigo, y a toda diligencia vuelve a Bolonia, y di que al momento Lorenzo Bentibolli y los dos caballeros españoles, don Juan de Gamboa y don Antonio de Isunza, sin poner escusa alguna, vengan luego a esta aldea; mira, amigo, que vueles y no te vengas sin ellos, que me importa la vida el verlos.
No fue perezoso Fabio, que luego puso en efeto el mandamiento de su señor.
Bien sabéis, señor Lorenzo Bentibolli, que yo jamás engañé a vuestra hermana, de lo que es buen testigo el cielo y mi conciencia.
En tanto que el duque esto decía, el rostro de Lorenzo se iba mudando de mil colores, y no acertaba a estar sentado de una manera en la silla, señales claras que la cólera le iba tomando posesión de todos sus sentidos.
Sosegaos, señor Lorenzo, que antes que me respondáis palabra quiero que la hermosura que veréis en la que quiero recebir por mi esposa os obligue a darme la licencia que os pido, porque es tal y tan estremada, que de mayores yerros será disculpa.
Esto dicho, se levantó y entró donde Cornelia estaba riquísimamente adornada, con todas la joyas que el niño tenía y muchas más.
Cuando el duque volvió las espaldas, se levantó don Juan, y, puestas ambas manos en los dos brazos de la silla donde estaba sentado Lorenzo, al oído le dijo:
¡Por Santiago de Galicia, señor Lorenzo, y por la fe de cristiano y de caballero que tengo, que así deje yo salir con su intención al duque como volverme moro!
Yo estoy de ese parecer mismo respondió Lorenzo.
Pues del mismo estará mi camarada don Antonio replicó don Juan.
En esto, entró por la sala adelante Cornelia, en medio del cura y del duque, que la traía de la mano, detrás de los cuales venían Sulpicia, la doncella de Cornelia, que el duque había enviado por ella a Ferrara, y las dos amas, del niño y la de los caballeros.
Recebid, señor hermano, a vuestro sobrino y mi hijo, y ved si queréis darme licencia que me case con esta labradora, que es la primera a quien he dado palabra de casamiento.
Sería nunca acabar contar lo que respondió Lorenzo, lo que preguntó don Juan, lo que sintió don Antonio, el regocijo del cura, la alegría de Sulpicia, el contento de la consejera, el júbilo del ama, la admiración de Fabio y, finalmente, el general contento de todos.